domingo, 1 de julio de 2012

Una colcha de verano


Sentada en una silla baja, de madera, con las patas redondas y aquel asiento de mimbre cruzado, al que añadían el cojín de ganchillo con tantas vueltas de colores diferentes como restos de ovillos le quedaban a su madre cuando los renovaba, pasaba las tardes de verano de cinco a siete aproximadamente.

Estaba en la calle, a la puerta de casa, como se hacía en los pueblos. Desde que bajaba la fuerza del sol y se podía respirar  hasta que llegaba la hora de ir a regar a la huerta. Hacían falta dos personas por lo menos, una para “echar” el agua y otra para avisar cuando llegaba al final del suco y cambiar, eso le decía siempre su madre cuando protestaba porque no quería ir.
No le gustaba ninguna de las dos cosas, pero al menos cuando hacía punto de cruz en la calle, miraba hacía la pared y nadie podía ver su cara. Estaba en otro lugar, cualquiera en el que las niñas no tuvieran que hacer una colcha cómo la que  había hecho su madre y así tener dos iguales; una para cada hermano.

         No recuerda cuantas veces tuvo que deshacer y hacer los mismos ramos de flores, cada vez que contaba las cruces que empezaban en otro color y no coincidían con las que traía entre manos. “Hacer y deshacer todo es aprender”, le decían siempre. Pero en realidad hacía maravillas, teniendo en cuenta que algunas veces estaba con Tom Sawyer y Huckleberry Finn buscando tesoros o espiando en los cementerios. Otras con Los Cinco merendando aquellos dulces con nombres tan raros que tenían la suerte de comer en todas las aventuras – era muy golosa- o incluso recuperando el oro de los sudistas de una de aquella novelas de Marcial Lafuente Estefanía que escondía su padre en la mesilla de noche..

Aquella colcha debió de durar unos seis o siete veranos. Cuando volvía a casa, su madre le recordaba que ella ya no veía lo suficiente para terminarla aunque quisiera y era una pena con lo que ya llevaba hecho no acabarla de una vez.

Y vuelta a empezar; la misma silla, el mismo cojín y la misma impotencia al escuchar las bicicletas de las niñas de fuera cuando subían a la piscina o simplemente se reunían para pasar las tardes del verano.

Ellas eran las de fuera, las que no tenían nada que hacer, pero en el pueblo la vida era diferente.

Para ella, lo único diferente eran los libros que iban pasando por su mente; Ana Frank, El quijote, La celestina...Lo demás eran las mismas puntadas, los mismos hilos y las mismas flores, restando poco a poco horas a la vida, horas a la colcha.                           


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