jueves, 7 de junio de 2012

Historia de un bolígrafo


O de cómo hemos aprendido en los últimos años.


     Ella siempre vió a su abuelo con un bolígrafo en la mano, después observó que su padre hacía lo mismo. No tenían un fín concreto -siempre parecía que alguien lo había dejado encima de la mesa- se dedicaban a dibujar líneas, pequeños bocetos; pero lo que más repetía su padre era su firma. Firmaba con nombre y apellidos, con nombre sólo o incluso con una rúbrica en la que no se adivinaba ninguna letra. Cuando recogía aquellos papeles al día siguiente por la mañana -el tiempo sólo se perdía después de cenar viendo la tele- no quedaba ni un sólo hueco donde poder hacer un "rayujo", cómo diría su hijo pequeño.

     En aquella época los bolígrafos eran como objetos preciosos; escasos y de los que no se abusaba para que no se gastaran demasiado. Si se podía, mejor el lapicero. Además de borrarse, ahorraban papel, que tampoco abundaba y sobre todo costaba dinero.

     A ella, aquellos bolígrafos le parecían unos pinceles que nadie sabía manejar, los miraba y miraba de reojo con la esperanza de que en algún momento crearan una obra de verdad; algo que alterara el relleno de las hojas publicitarias con todos los márgenes fotográficos subrayados, los ojos de los protagonistas ennegrecidos y los huecos con las mismas firmas de siempre. Pero ese momento nunca llegó, y eso le provocaba una inquietud que no sabía explicar, la sensación de tener una deuda con ellos e intentar darles un sentido con dignidad. Realizar algo que los redimiera de tanto borrón y tanta rúbrica.
Ahora, con la distancia, recuerda que tal vez en aquellos momentos sus protagonistas mostraban la satisfacción que producía tener entre sus manos algo que habían visto crear y que no los había acompañado constantemente. Esto y una añoranza producida al observar con envidia como aquella chiquilla y aquel chiquillo tenían a su alcance mucho más de lo ellos pudieron imaginar. Colores, cuadernos, folios y bolígrafos. Todo aquel dispendio para alguien tan pequeño siempre les pareció una exageración, algo que no lograban entender, y reiteradamente aprovechaban para hablar de su precioso pizarrín y del poco tiempo que pudieron acudir a la escuela -en la época de aquellos vaqueros que salían en la televisión en blanco y negro, pensaba ella-.

     Fué descubriendo con la ayuda de Dª Angelita y Dª Pilar, en sus primeros años, la suerte que tenía de poder ir todos los día al colegio en su pueblo. No había que caminar a ningún otro lugar, ni pagar a las profes -aquellos chorizos que su abuela llevaba, los mejores, para que la maestra no cogiera "manía" a su madre-. Contaban con una estufa de butano en el medio de la clase y mesas y sillas para tod@s, algunas todavía compradas por alumn@s anteriores. Y sobre todo, no tenía que abandonarlo para ayudar en las tareas del campo. Aunque echara una mano por las tardes, lo primero eran los deberes.

     Todo esto lo recuerda ahora; cuando se descubre a sí misma con un bolígrafo en la mano haciendo cuardraditos con números dentro, rellenando los mofletes de algun@s polític@s -las revistas que tiene a mano es lo que suelen tener- e incluso practicando algun autógrafo...

     En la actualidad no vive del campo,tampoco tiene chorizos caseros para poder ofrecer a nadie y sus hijos siguen acudiendo a una escuela rural. Sabe que están las cosas complicadas, no hacen más que repetirlo, pero piensa que las casas de ahora son como unas enormes Arcas de Noé. En todas existen al menos una pareja de cada color, bolígrafo o libreta de las que usan en el colegio, necesarias para el diluvio que parece avecinarse con sus cuarenta días y cuarenta noches.

     Si después de este tiempo no sale el sol y la paloma no aparece con una rama de olivo en el pico , tendremos que plantearnos algún curso de buceo o submarinismo intensivo. O quizás, empezar a mutar, cómo ya hemos venido haciendo, y usar los recursos del fondo del mar que deben de ser de los pocos que nos quedan por explotar.








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